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SU ABUELO

Aquella imagen de los tiempos idos pugnaba por concentrarse. Todo el silencio de aquel viejo caserón se reflejaba en su largo pasillo hasta la habitación del abuelo. Como cuando le había tocado vivir y sumar a sus soledades y tensiones tantas imágenes sin futuro.

Sin compás de espera, se deslizó mientras fuera se tensaba el crepúsculo. Se presentó desconcertado, sin ponerse a pensar qué le iría a decir; pero agradecido por haber llegado a tiempo afortunadamente. No tenía tiempo para ponerse a pensar otras cosas.

- ¿Eres tú?, parecía decir el abuelo.

- Sí, ya lo ves, abuelo.

- Perdona, hijo mío; pero, al volver a oír pasos, temí que pudiera ser otro.

- No temas, ahora seré yo quien te acompañe.

El abuelo sabía callar casi todas las cosas. Nada le costaba no contar a nadie lo que sufría, llevar aquel sigilo, tener aquel candado en la boca.

El joven se sintió como en la necesidad de volver a refundar todo lo vivido con su abuelo. Pero sin saber cómo. No le interesaban ahora los discursos de la recomposición. Su abuelo iba cayendo como fruto maduro. Siempre había pensado que el abuelo moriría feliz si le hubiera llegado su hora en el tren. Pero veía que su respiración iba adquiriendo mayor paz. El destino, que corre más que una máquina de vapor, no improvisa. Sentado en su cama, tenía la impresión de que su abuelo no estaba recordando las horas pasadas en el tren.

A través de la ventana se deslizaba el espectro del crepúsculo. El moribundo abrió los ojos, pero ya no era para contemplar las sombras que caían sobre el pueblo. La vecina que le atendía, al entrar, encendió de un fogonazo la luz de la entrada. Y en la claridad macilenta del pasillo el joven pudo ver el rostro del abuelo atizando "la maquinona", como quien comienza otro canto sin apresuramientos.

Los seres tan puros acuden a la muerte sin ningún movimiento de pánico. El atardecer saca a la luz tan sólo lo que la soledad pueda ver.

Debía ponerse ahora a pensar un poco en sí mismo, poner su espíritu en paz. La emoción se extendía por todas las partes.

¿A qué había ido tan lejos? ¡Qué extraño es ese querer encontrar en otra parte lo que en casa se deja! ¡Qué cerca y qué lejos de nosotros tantas veces andamos!

 

SU PADRE

Había tenido el presagio de que no pegaría el ojo durante toda la noche. Esta extraña idea se había introducido en su mente al atardecer. Y así fue. Tan pronto como su padre, después de cruzar una palabras con su abuelo, salió de la casa, descubrió que la puerta había quedado semiabierta. Su padre se había presentado inesperadamente recién cumplidas las once de la noche. Era el momento de actuar. Y pudo salir sin que lo advirtiera el abuelo.

Se desvió hacia el viejo puente, por donde podría estar más seguro. Iba bastante nervioso. El viento que se había levantado repetía sus temores en el río, y su murmullo y no les permitía quedar en la indiferencia. Pero muy pronto se paralizó su corazón. Su padre estaba allí, apoyando su ensimismamiento sobre el petril del puente. Sintió mucho más de lo que posteriormente pudiera recordar. Pasado el primer momento, aunque consciente de la sorpresa que impregnaba su cabeza, se propuso poner los pies en tierra y se acercó a él en silencio.

- Dime si de verdad te vas a quedar a gusto con el abuelo- se adelantó a decirle su padre.

- Sí, sí, claro; no me queda otro remedio.
- ¿No me irás a reñir por esto?- le preguntó.
- ¿Qué te pasa, papá? Yo diría que pareces otro.
- Ya ves...
- Pues no logro entenderte.
- ¿Qué quieres decir, hijo?
- Debes volverte a casa. Nada más, de verdad.
- Pero ¿me quieres de verdad?
- ¿Por qué te ha dado ahora por pensar en cosas tan raras, papá?
- Son raras, ¿verdad?

- Y ahora... ¿qué es lo que quieres decir tú?

Y le preguntó no sé cuántas cosas más, mientras su padre le repetía una y otra vez si se encontraba bien con el abuelo. Y sólo, cuando se volvió para prestar atención a las aguas del Nalón, que de distantes y superficiales pasaron a ser profundas y preocupantes, su padre cayó en un mutismo nada transparente.

- Pues no me lo explico. ¡Estás rarísimo, papá!

- ¿Quién era ese señor de Gijón que venía a ver a mamá? ¿Tu madre te hablaba de mí?
- ¿A qué viene ahora todo eso? No hables así, papá, por favor. Te necesito más seguro de ti mismo.

El terreno que pisaba empezó a volverse incertidumbre, todo lo que podía tener claro se descomponía en la ceguera de las aguas. Y esto ocurría en los años en los que no comprendía que la vida pudiera dar demasiados golpes de suerte.

Por entonces, de ninguna de las maneras, podía entender que vivir era errar, andar a la deriva. Todo lo claro en sus sueños se volvía volviendo sombras.

Su padre le dijo: - Tu madre ha hecho una locura.

Y a él le vino un mal pensamiento: "la locura la estás diciendo tú", pero le dijo:

- ¿Por qué me dices ahora eso?

Hubo un largo silencio

Y el padre volvió a hablar.

-¡No voy a pensar en eso!

Y le dijo:

- Tienes razón... Pero el abuelo me dice que tan pronto como te pongas bueno, podrás ponerte a trabajar en el tren. Será una buena cosa, lo mejor para nosotros dos.

Poco más habló con su padre. Por otra parte, se sentía incapaz de decirle la palabra más conveniente. Tan sólo recuerda otra sensación más: el cambio de las formas de los movimientos de las sombras. Parecían sugerir la presencia allí mismo, entre los álamos, de alguien o de algo que no podía reconocer.

 

SU MADRE

Con tanta lluvia no esperaba la llegada de su padre tan pronto. No le había visto hacia meses por casa. Por eso le extrañó más oírle entrar e irse a la cama de mamá con aquel nerviosismo que en él no conocía. No comprendió a qué venía todo aquello. Guardó unos minutos de silencio mientras observaba la rapidez de los movimientos de su padre. Observó que la caja de Optalidones estaba vacía. Sintió una angustiosa sensación imposible de describir. Pero esperaba a que su padre le dijese que mamá ya estaba bien.

Por la mañana su madre se había puesto muy mal. Los vecinos se la habían llevado al hospital. El día más feliz, en vez de constituir una compensación, resultó estar lleno de agitación. No lograba explicarse nada.

Estaba arrepentido de haber dicho alguna vez que su madre no lo quería. Pero ¿era verdad? Nunca se hubiera imaginado que su madre pudiera depositar toda su confianza en él. Nunca podría olvidar su gesto. Él, con la mayor rapidez, había ido a por los Optalidones.

Sus padres se habían conocido en este tren cuando se dirigían a la fiesta de la Primera Flor de Grado. No es extraño que, tres meses después, hubieran decidido casarse. Cuando el cascabeleo de la primavera se filtra por entre la ternura del tren, resulta muy fácil enamorarse. Pero, una vez en Grado puede resultar que la brillantez de la fiesta silencie cosas muy importantes. Los meandros de la realidad son difíciles de explicar.

- ¿Por qué siempre metes las narices en todas las partes?

- ¿Qué?

- Tú siempre precisamente allí donde no debes.

- ¿Por qué me dices eso, mamá?
- ¡No me hables así!
- Papá me ha mandado venir a buscarte.
- ¿Ah, sí?
- No te miento.
- ¡Qué pelmas sóis! ¿Dónde está tu padre?
- Salió hace un momento.
- ¿Adónde?
- No lo sé.
- ¿No te estás pasando de listo?

En la soledad de la habitación no se atrevió a preguntarle nada a su padre. Tan pronto como éste recogió de la mesita de noche la caja vacía, corrió hacia el desván. La soledad lo cubría todo. Fuera, la lluvia furiosa desbordaba todos los regueros. Pero todo ello no le impidió oír lo que comentaban con su padre los vecinos que llegaban a casa. El silencio se volvió eterno.

Nadie desea ser o haber sido engañado en el alma respecto a la realidad, o seguir en la ignorancia de ellas y a cuestas con la mentira, como decía Platón.

Si algo es inteligencia de algo, debe ser entendido también por un niño. Si no, es mejor el silencio.

 

VOLVER A EMPEZAR

Nunca consideró oportuno contárselo a nadie. Ni tampoco sabía por qué había llegado al convencimiento de que el tren le estaba esperando. El ver caerse al río a un hombre frente a la portería de la fábrica, y ,sobre todo, el ver tan cercanos a los gigantes y cabezudos, le hicieron sentirse irremediablemente impelido a coger el primer tren.

Tampoco ahora había dicho nada a su abuelo. Pensaba volver antes del anochecer para no intranquilizarlo. No podía entender cómo su padre había caído en tal estado de ánimo. Pero le darían de alta ese día y podría volver a casa. Pero vio que en todo el día no había estado en casa. Su abuelo, por otra parte, quizá aún no había advertido su ausencia. Pero, pasadas unas horas, llegó a sentir una especie de ramalazo de intranquilidad. Estaba claro que en aquel pequeño parque había un silencio ululante y amenazador, similar, contradictoriamente, al que se siente en lo alto de una roca solitaria. Nunca había pasado una noche entera fuera de casa, y por ello ya estaba ansioso a medianoche esperando a que el alba despertara. No podía imaginarse dónde estaría su padre. Ya había grabado los distintos arreglos de los susurros cercanos y de los ladridos lejanos. Su abuelo sin duda ya estaría alarmado; pero el convencimiento de que su padre lo necesitaba, era un sentimiento aún más poderoso.

Los ladridos aumentaron el volumen de su cercanía. La humedad de la bruma continuaba llegando hasta enroscarse entre los arbustos más próximos a él. En un abrir y cerrar de ojos, vio lo que tenía que hacer: Entrar en la casa por la ventana del servicio. No bien tomó la decisión, se le hizo evidente que era la mejor idea. Y vino a confirmarla el hecho de que la altura de la pared desapareció, y la ventana se hizo alcanzable.

Por fin, una vez en la vida, se había armado de valor, aunque con ello no hubiera vencido el miedo a sí mismo ni el miedo a lo temido. Pero encontró lo que era más fuerte aún que sus miedos. En el desván.

Al despertarse en el hospital, observó que todo se había vuelto más misterioso, que el mundo se había transformado. Hasta pensó en saltar de la cama para que la imagen de un ahorcado no penetrara en su cabeza ahora tan vacía.

Su padre de ninguna de las maneras se merecía eso. No quería hablar con nadie. Sólo necesitaba el auxilio del silencio. Era imposible que pudiera comprender que nuestras odiseas fuesen sólo pequeñas simas en el largo camino del amor.

 

TODAVÍA UN ADOLESCENTE

Después de la muerte del abuelo, quedarse nada más que con los recuerdos sería hundirse. De la noche a la mañana se puso a pensar de otra manera. Tal vez no era pensar de otra manera, sino empezar a verlo todo de otra manera. Se sentía desconcertado y sorprendido. Pero tendría que buscar alguna razón para sobrevivir, para que el desorden no continuara dominando su cabeza. No se quería adentrar por el momento en el vértigo de la libertad, que pudiera aterrorizarlo. Ni la contemplación del vacío ni el volver a volar muy lejos los veía buenos consejos.

El abuelo había dejado preparados todos los papeles con meticulosidad. Decidió irse a consultar sus ignorancias prácticas con la gente conocida. El abuelo había tenido un trato amistoso con la mayoría de los ferroviarios. Con don Aquilino, Santiago, Blanco, Eliseo, Ramón, Azcárate, Collar...jefes de estación. Con los maquinistas: San Miguel, Corzo, Areces, Fanesio, Fontana, Nicanor, Luis, Wifredo, Julio, Naves, Trabanco... El mundo del tren era un mundo de confianzas, y él podía sentirse afortunado de participar en ellas. Pero por mucho que viniera a cambiar su pensamiento, el pasado permanecería en el horizonte del recorrido del Vasco. Debía pensar que el futuro, por mucho que viniera a hacer o deshacer, sería algo más. Ya entendía que el sentido de las cosas no estaba inscrito en la naturaleza, sino que había que buscarlo en la cabeza. Compaginaría con serenidad el estudio y el trabajo. La ilusión de llegar a ser un día maquinista la iba abandonando.

Estaba seguro, a pesar de sus años y gracias a ellos, que su madurez no la marcarían los años, sino el espíritu con que los viviera. Unas días se sentía aislado y con todo el derecho a estarlo, pero no temía, ni en esos momentos, poder planificar su futuro. Aunque querer y no querer a la vez era como arrojarse al vacío, temer y estar fascinado a la vez. Sin duda tendrían que pasar los años para que pudiera abrir bien los ojos.

La casa se volvió muy estrecha. Tendría que ensancharla espiritualmente. No era bueno sentirse demasiado libre ni tampoco sentirse lleno de necesidades. Vibrar en el tono apropiado sólo se consigue teniendo un comportamiento feliz consigo mismo.

 

TREN ÚNICO

Creo que me estoy comportando despiadadamente al recordarle al joven viajero este pasado. No alcanzo la razón por la que he sido tan incauto al recordar. El hecho es que, después de este incauto paréntesis, me siento obligado a compartir con él la experiencia única de mi viaje en su compañía y en este tren único.

Agradezco su compañía. Su presencia posee para mí el valor de una experiencia cuyo final de trayecto conecta con su punto de partida.

Este tren me conduce inevitablemente a no escamotear ese profundo miedo ser yo mismo, a ser auténtico y a no aferrarme a ideas que pretendan facilitarme una liberación del peso de mi propia existencia. Tengo la impresión de que este joven se va enterando de todo.

 

LEJOS DE ÉL

Ya, en viaje de ida a Madrid, empecé a sentir que un día muy lejano tendría que justificarme.

Es verdad que mis sueños no se atenían a ninguna otra realidad que a aquella en cuanto, como se dice, es en sí misma un sueño turbador e inacabado. Y por otra parte no debía confundirme. El soñar despierto me transportaba hacia un mundo de intimidades muy extraño. Y, por si fuera poco, mi confusión, nada más llegar a Madrid, alcanzaba la situación absurda de lo onírico.

Aunque supiera lo que quería. Ir a Madrid. Hacer lo imposible por verla al salir del teatro de la Zarzuela, al entrar en algún hotel, o en el tren a Aranjuez. Sin esos pequeños absolutos, como los padres, sin máquinas de vapor en el Vasco, sentía toda la libertad para poder correr tras ella.

Ya, a los pocos días, vi que aquel helado deambular era absurdo. Aquella miseria nocturna nada tenía que ver con las necesidades más profundas que en este tren se planteaban. Mi caminar por las calles era cansino y lento como la noche.

- ¡No me j...! ¿Cómo puedes andar por ahí tan colgado! ¡Pues anda! Claro que por aquí a una le queda mucho por ver. Conozco a mucha gente, pero cada día me trae su sorpresa. ¿Estás pirado?

Cuando la mujer se calló definitivamente, me di cuenta que se estaba insensibilizando mi cuerpo. Quizá las sombras me expusieran a otros riesgos, pero proseguí. El hecho de que levara ya quince días perdiendo el tiempo en una búsqueda solitaria, tan sólo me ayudaría a atesorar méritos a la hora de mi retirada al refugio de mis sueños imposibles.

Aquel canto nocturno de la gran urbe estaba basado en un engaño sin oportunidad alguna. Sólo aceleraba mis pasos al llegar a los rincones mal olientes. La helada luz de las farolas se reflejaba en el ensimismamiento de los que por allí merodeaban. Había salido al mundo exterior, y éste era más sombrío y agonizante que el interior. Llegué a sentir que estaba de sobra por allí. Pero no sabría si esto era así de exacto. No me sentía capacitado ni para dar un nombre a aquella soledad en multitud. Empecé a deducir que lo extraño en una búsqueda no iba a ser lo que sucediera en ella, sino el cambio que en mi se produjera. Y terminó siendo una forma iluminada del encuentro conmigo mismo.

Ya no podría jamás olvidar aquellas noches. En un mundo tan extraño, aún seguía viviendo para una idea, que creía que nadie me la podría quitar. Pero pronto empecé a preguntarse si no me convendría empezar de nuevo. Tengo que añadir que, por otra parte, creía que cuando la noche agita, Dios nos sigue amando.

Yo: - Bueno, ya no sé exactamente lo que busco.

El otro: - ¿No? ¿No lo sabes? Pues con tu aspecto te podía resultar muy fácil.

Yo: - ¡Explícate!

El otro: - ¿Te gustaría un bonito tema de hombres?
Yo: - ¿Estás loco?
El otro: - Pues, majo, vuélvete para tu pueblo. Para andar por aquí, tendrás que ser antes tú.

No me sentía un joven que arrastraran por ninguna fiesta del mundo. Con todo lo que había dejado atrás, sólo podría mirar con ojos entornados a la gente en aquella intemperie. Me retiré aún rincón que, todavía hoy, relaciono con el mayor desasosiego. Mi búsqueda a lo tonto ya no justificaba aquella noche.

Tendría que ponerme a imaginar mi vida sin su presencia. Una vida en la que ella no apareciera nunca más, pero que la conservara como estímulo para seguir viviendo. Sin atreverme a colarme en el teatro de la Zarzuela, con la misma ropa con la que había descargado un camión en Legazpi, sin dinero y desmejorado, ya no me atrevería a presentarme ante ella.

Afortunadamente se iba acercando el amanecer. Tenía el justo dinero para invitarme a un café. Hice lo posible por no darme a conocer Pero, ni cortas ni perezosas, las dos mujeres se dirigieron a mí.

- Seguro que hasta este joven te diría lo mismo- le dijo una a la otra. - El que ese hombre te haya salvado la vida, no veo motivo para qué tú vengas ahora a Madrid a complicársela a él. No quiero verte por ahí perdida. ¿Por qué no te vas a Asturias de una vez? No tienes que pensar que ese hombre es tu último tren. ¿Qué le dirías tú, chaval?

Debía pensar muy bien la respuesta. Dediqué unos segundos a buscar la más acertada. Aquella respuesta me serviría a mí mismo.

Antes, las dos mujeres se besaron y se despidieron para siempre. Los cristales de la puerta formaron un relámpago. Había amanecido. En eso mismo momento yo también me marché hacia la estación.

Este tren me recibió con los brazos abiertos. Nunca había caído en la cuenta que en él, como habían querido los místicos, el alma de los viajeros siempre estaba fuera.

Gianna 5                        Gianna 7