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Finjamos que soy feliz, triste pensamiento, un rato; quizá prodréis persuadirme, aunque yo sé lo contrario, que pues sólo en la aprehensión dicen que estriban los daños, si os imagináis dichoso no seréis tan desdichado. Sírvame el entendimiento alguna vez de descanso, y no siempre esté el ingenio con el provecho encontrado. Todo el mundo es opiniones de pareceres tan varios, que lo que el uno que es negro el otro prueba que es blanco. A unos sirve de atractivo lo que otro concibe enfado; y lo que éste por alivio, aquél tiene por trabajo. El que está triste, censura al alegre de liviano; y el que esta alegre se burla de ver al triste penando. Los dos filósofos griegos bien esta verdad probaron: pues lo que en el uno risa, causaba en el otro llanto. Célebre su oposición ha sido por siglos tantos, sin que cuál acertó, esté hasta agora averiguado. Antes, en sus dos banderas el mundo todo alistado, conforme el humor le dicta, sigue cada cual el bando. Uno dice que de risa sólo es digno el mundo vario; y otro, que sus infortunios son sólo para llorados. Para todo se halla prueba y razón en qué fundarlo; y no hay razón para nada, de haber razón para tanto. Todos son iguales jueces; y siendo iguales y varios, no hay quien pueda decidir cuál es lo más acertado. Pues, si no hay quien lo sentencie, ¿por qué pensáis, vos, errado, que os cometió Dios a vos la decisión de los casos? O ¿por qué, contra vos mismo, severamente inhumano, entre lo amargo y lo dulce, queréis elegir lo amargo? Si es mío mi entendimiento, ¿por qué siempre he de encontrarlo tan torpe para el alivio, tan agudo para el daño? El discurso es un acero que sirve para ambos cabos: de dar muerte, por la punta, por el pomo, de resguardo. Si vos, sabiendo el peligro queréis por la punta usarlo, ¿qué culpa tiene el acero del mal uso de la mano? No es saber, saber hacer discursos sutiles, vanos; que el saber consiste sólo en elegir lo más sano. Especular las desdichas y examinar los presagios, sólo sirve de que el mal crezca con anticiparlo. En los trabajos futuros, la atención, sutilizando, más formidable que el riesgo suele fingir el amago. Qué feliz es la ignorancia del que, indoctamente sabio, halla de lo que padece, en lo que ignora, sagrado! No siempre suben seguros vuelos del ingenio osados, que buscan trono en el fuego y hallan sepulcro en el llanto. También es vicio el saber, que si no se va atajando, cuando menos se conoce es más nocivo el estrago; y si el vuelo no le abaten, en sutilezas cebado, por cuidar de lo curioso olvida lo necesario. Si culta mano no impide crecer al árbol copado, quita la sustancia al fruto la locura de los ramos. Si andar a nave ligera no estorba lastre pesado, sirve el vuelo de que sea el precipicio más alto. En amenidad inútil, ¿qué importa al florido campo, si no halla fruto el otoño, que ostente flores el mayo? ¿De qué sirve al ingenio el producir muchos partos, si a la multitud se sigue el malogro de abortarlos? Y a esta desdicha por fuerza ha de seguirse el fracaso de quedar el que produce, si no muerto, lastimado. El ingenio es como el fuego, que, con la materia ingrato, tanto la consume más cuando él se ostenta más claro. Es de su propio Señor tan rebelado vasallo, que convierte en sus ofensas las armas de su resguardo. Este pésimo ejercicio, este duro afán pesado, a los ojos de los hombres dio Dios para ejercitarlos. ¿Qué loca ambición nos lleva de nosotros olvidados? Si es para vivir tan poco, ¿de qué sirve saber tanto? ¡Oh, si como hay de saber, hubiera algún seminario o escuela donde a ignorar se enseñaran los trabajos! ¡Qué felizmente viviera el que, flojamente cauto, burlara las amenazas del influjo de los astros! Aprendamos a ignorar, pensamiento, pues hallamos que cuanto añado al discurso, tanto le usurpo a los años. Autora: Sor Juana Inés de la Cruz
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