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ORVALLO

Hay cosas que no cambian o parecen no cambiar. El orvallo, por ejemplo, observado con atención desde la ventanilla, me sigue arrebatando la raya del horizonte sin intentar explicarme nada, e irrumpe poniendo humedad en el misterio. Con sus perfiles endiabladamente amistosos oculta el interior ciego de lo que no resulta tan trivial. Quizá el orvallo no pretenda eso. Y puede que todo sean figuraciones mías. Puede ser que yo esté contemplando este orvallo con los ojos de un pasado que ahora viene a mi mente. Pero, así y todo, no me preocupa volver a encontrarme con él. Al fin y al cabo, con sólo su observación el corazón me impulsa a imaginar un sosegado y suave viaje. Pero no siempre fue así.

Tras su ventana Teresina veía las tardes del otoño llegar como un lento funeral. Pegada a ella, aguantaba como quien aguanta un castigo. Triaste estación del otoño que siempre venía a convertir sus nervios en vino violento. Su marido, siempre enfermo, se consumía, sin duda alguna, también en esa otra penumbra interior. Observaba cómo la languidez había invadido el rostro del enfermo. Prefiriendo la nostálgica luz del otoño, abrió la ventana. Aunque el caer vespertino de las hojas quebrara la melancolía aún más triste que el orvallo. Tampoco las aguas tan cercanas del río lograban inmovilizar la impaciencia.

Pero sus ojos, grandes y tristes, se sobresaltaron cuando llamaron a la puerta. Dudó, en un primer momento, si cerrar la ventana<, pero corrió a la cocina para apagar la radio. ¿Quién podía ser a estas horas? Tiró de la puerta hasta que se abrió de par en par. Se ahogó ante la sorpresa y sólo puedo exclamar: "¡Jesús! Se quedó por un momento sin saber qué hacer. Nunca había timado las decisiones más fundamentales, ni siquiera para casarse con su enfermo primo. Pero ahora la puerta ya estaba abierta. El enfermo silenciaba sus lamentos. Ella insinuó a Francisco que pasase. Tampoco él, incapaz de llevarle la contraria a su madre, nunca se había decidido a dar un paso.

Y, de repente, el moribundo abrió los ojos y preguntó:

"- ¿Quién es, Teresina?"

Por primera vez, Teresina le contestó con firmeza:

"- Pues... un desconocido".

El enfermo continuó:

"- Pensé que sería él. No me importa quién sea. Ponle la radio" .

"- No estamos ahora para fiestas ", añadió ella.

"-Tranquila, Teresina, ¡Bastante ya has esperado!".

Corrió a cerrar la ventana. El murmullo de las hojas caía atónito, perdido, extraviado. Y, del mismo modo, la muerte vino a colocarse sobre aquel frío altar. El anciano sacerdote estaba acostumbrado a todo. Por eso no se quedó perplejo al ver a Francisco en la casa del difunto. También conocía muy bien la soledad de Teresina, y en el fondo se alegró por el paso que se había atrevido a dar.

"- Todos sabemos lo que has hecho por tu Alfonso. Pero hay que pensar que en la vida todo llega".

Pero Teresina no escuchaba. Una es la ocasión que esperas y otra la que se te presenta. El sacerdote continuó:

"- Que Francisco se vaya a buscar el sacristán. Hay que repicar a muerte. Líbralo de las palabras inmerecidas de la gente".

Teresina se cruzó de brazos. Sin querer reconstruir el significado de lo que sucedía. Tantas cosas había venido callando en aquel silencio de sombras, que la casa le parecía ahora sola, sin nadie, sin ella misma. Como si Francisco estuviera metido en una pared. Como si ella también se encontrara fuera de sí misma.

"- No, por favor. Que Francisco se vaya. Pero que no suenen hoy las campanas. Ya es demasiado tarde para todo".

El orvallo de la tarde era un baño liberador.

A través de la ventanilla veo venir y alejarse el orvallo. En su silenciosa extensión se mecen las telarañas. En él no voy enterrando lo que fuera va resucitando. Cuando desaparezca, habré conseguido una parcela de resurrección.

El orvallo te enseña a aprender a partir de los demás tan próximos ahora, a sentir, a verte a ti mismo. Es espejo en el que uno se puede ver. No veo que la profunda angustia de ser absolutamente innecesario, de ser superfluo, de no tener razón, pueda encontrar otro camino de salida que a través del orvallo, o la que éste impone inmediatamente al aparecer. La percepción benéfica del orvallo que desde el tren se tiene, dilata el horizonte de comprensión. El orvallo se puede convertir en alas para la mayor riqueza del silencio. Pero sólo después de que el silencio haya iluminado tu interior.

Desde el orvallo la perspectiva se hace más concéntrica. Pero con tal que su caligrafía no cree callejones sin salida. Cuando se presenta, puede ser el momento crítico en el que el amor se descubre no sólo deseo ser para el otro, sino también deseo de ser deseado. Cuando el corazón del otro, humedecido por el orvallo, se volvió ventana, Teresina pudo ver la auténtica realidad de todo. Y es que el orvallo siempre sorprende sin canto y despacio. El orvallo siempre viene a liberar el espíritu.

 

ESCUELAS DE PUEBLO

La nómina de los maestros que a diario cogían era impresionante. El de Caces, Godos, Udrión, Vega, Valduno, Grado... Hablaba bastante con casi todos. Y, en el fondo, no me parecía ninguna fantasía llegar a ser maestro un día. Pero entre ellos y yo una voluntad más débil y un espíritu desprovisto de muchas cosas. Su recta intención exigía un espíritu más preocupado por los niños que el mío. Y, además, temía que impusiesen más respeto entre los viajeros que en la misma escuela. Pues para los viajeros la educación ocupaba un lugar central, como el único lugar donde encontrar sentido y camino hacia un mundo más humano.

Lo hice más pensando en el maestro enfermo que intentando una acción pedagógica, como que, si me propusiera, no estaba a mi alcance. Estuve un mes, el último del curso. En aquella escuela desamparada, perdida entre caminos y castaños, me encontré con lo que no se narra pero el corazón nunca borra. No tenía experiencia para nada, y menos sabiduría para ello. Al recordarla, aún utilizo nombres falsos, y sin pormenores de ningún tipo.

Candelina parecía llevar el vestido de siempre, blanco con pequeños lunares azules claros, y sin planchar. Hacía meses que faltaba a la escuela. El segundo día, su padre, muy pálido y sin afeitar, me la trajo. Me dijo que su esposa, internada en el psiquiátrico, vendría para casa de un día para otro. Tan pronto como su padre cruzó el vestíbulo después de despedirse, todos los niños miraron hacia la puerta como esperando ver a Candelina emprender carrera tras su padre. Pero no fue así. Su figura, frágil y ensimismada, se quedó allí al terminar la escuela, al acecho y apuntando sorpresas de una tarde en declive.

Todos los niños se habían ido. Sumida en la cálida penumbra del orvallo, brotando como incienso trémulo. Escuchándola, me sentí en las nubes, verdaderamente en otro mundo. Aunque no diera crédito a sus palabras. En un primer momento, pensé que probablemente la niña había tenido una pesadilla a la noche, pues, por otra parte, no parecía estar fabulando. Temblaba como una hoja, y en ningún momento me miraba a los ojos. Me sentí ahogado ,como en la vergonzosa penumbra de un confesionario.

- Continúa...

- ¿Hablando con usted?
- Bueno, como quieras.
- Quiero que sepas que yo he tenido toda la culpa.
- ¿Por qué no olvidas de una vez esa pesadilla?
- Por favor, no quieras ahora ser el bueno conmigo.
- No quiero ser tan bueno como tu papá, ni siquiera ser bueno.
- ¿También tú me mentirías?

- ¡Bueno, al menos ahora ya me miras a los ojos! Pero yo no le diría nada de esto a mamá cuando llegue.

-¿No se lo dirás a nadie?
-No, Candelina; no se lo diré a nadie.

En el pueblo se sabía que su padre tenía sus rarezas. Nadie se había enterado que el día en que su esposa iba a llegar a casa, se hubiera largado para su pueblo natal en las montañas de León. Por lo que causó una impresión espantosa el enterarse de que, al poco de legar, se había ahorcado.

A los pocos días, volví a ver a Candelina. Estaba sentada en una piedra junto a la estación, y, con una formalidad impropia de sus trece años, tiraba del vestido de su madre. Pero lo hacía con un sufrido silencio. Mi abrumadora incapacidad me hacía sentirme más culpable que nunca. Candelina no había vuelto a la escuela. La pálida luz solitaria sobre su pupitre había descubierto la forma más triste que aquel día mi cabeza iba adquiriendo.

- Fui yo la que me puse sobre las piernas de papá mientras escuchaba la radio...

- ¡Pero tú no pensabas en nada malo!...
- Tampoco papá. Fue toda la culpa mía. Fui muy imprudente.

El conocido psiquiatra de Oviedo, abrió los ojos para decirme:

"- A mi entender ha sido esa muerte de su padre más violenta para la niña que la propia violación. Por otra parte, la ambivalencia de esa debilidad de sus padres agrava la situación. No quisiera, créeme, ver confirmada la esquizofrenia de esta niña".

Ya no me surgirían dudas sobre el camino a seguir, pues de ninguna de las maneras me haría maestro. Se me hicieron muy duros aquellos días. Hiciera lo que hiciera, aquellas vacaciones serían las más tristes. Nunca había sentido un sentimiento tal de derrota.

Aún hoy me preocupa el saber si el desarrollo de la libertad humana lleva a más sufrimiento., pues entonces las explicaciones clásicas sobre el origen del mal son simplistas. Creo que no es posible pensar en lo racional, ni expresarlo, sin referirse a lo que es diferente y se le opone, es decir, sin lo irracional. Por muy claro que tuviera que lo débil y lo malvado nunca pudieran caer más bajo que en mí existía.

Viajar es un esfuerzo permanente e incluso desesperado de decir lo que no puede propiamente decirse. Precisamente nos hacemos hombres por las deficiencias del corazón, por la carencia de seguridad, por el dolor de los inocentes Candelina aún sigue ingresada en un psiquiátrico. De ninguna de las maneras soy capaz de abarcar la manada de mis sentimientos.

 

PAISAJES

Llevo ya bastantes minutos en el tren y aún no me he parado a considerar cómo los paisajes siempre han sido para mí una fuente de consuelo. Y es que uno es tan limitado en las preocupaciones, que me olvido hasta de esa inundación de imágenes con las que la naturaleza quiere tender una mano a mi interior.

Cuando mi alma se sumergía en su contemplación con sencillez, sin darme cuenta quedaba atrapado sin remedio. Nunca su contemplación sencilla me dejaba dividido En su contemplación entonces me sentía confortado, aceptado, reconocido y querido. Sucedía que la familiaridad de su aliento me transportaba, como un rumor de besos, hacia esos caminos y edades donde nunca podría sentirme perdido o engañado. Nunca me confundían. Aunque la mayoría de las veces lo contemplado resultara ser imagen de lo que buscaba, o a imagen mía.

Aunque sabía que fuera del tren las cosas no sucedían así. Desde la ventanilla del tren resulta más fácil contemplarlo todo en una única experiencia.

En el valle inmenso que acuna a la villa de Grado, por ejemplo, esta mañana gris pone lentitud a una expectativa distinta. La suavidad de su paisaje no es sólo lugar de belleza, sino nido de sombras también.

En Grado siempre hubo gente que se fijaba en todo, al menos por aquellos años. Todos se conocían, y hasta los nombres de los tratantes del mercado de los miércoles eran familiares para todos. Y la presencia de una persona desconocida causaba una verdadera extrañeza.

De la mujer que, inesperadamente, vino a consumirse en el recogimiento de Grado, nadie sabía nada. Nadie sabía si lo había hecho por propia voluntad o si había sido abandonada por alguien. Y, aunque en la villa no pasaba un día sin que se descubriesen nombres y razones, nadie fue capaz de averiguar detalles. De tal manera que , contra todo pronóstico, ni La Laila, ni La Tangana, ni La Garabina, a quienes se les confiaba estos menesteres, lograron otros pormenores. Y con los días se fue acrecentando el misterio en torno a la anciana. Todo el mundo seguía sus pasos, lentos y acompasados, hacia el parque para compartir horas y horas de silencio con su gato. El melancólico desánimo del parque parecía haber encontrado en aquella pareja la correspondencia de la extrañeza de aquel otoño.

Una tarde, en la sombra solitaria del parque, La Laila tuvo la oportunidad de atisbar indicios de lo que estaba pasando, pero su fantasía le distrajo, atendiendo a los juegos del gato. Anhelante y nostálgica, llegaba la música desde un salón de baile cercano. "Estrella de plata, la que más reluces, por qué me llevas por este calvario, llenito de cruces"... La anciana cerró sus ojos evocando ese pasado desconocido para La Laila.

Cuando la lluvia opresiva le impedía salir, se asomaba a la ventana oculta tras el manzano, como sin querer ser vista. La lluvia la confundía con la agridulce tristeza del manzano, mientras miraba dónde podía estar escondido el gato.

Ni la persona más fiel hubiera hecho las cosas mejor. Le había arrastrado hasta ella aquella carta de su hermano. Sólo para no entorpecer el ascenso eclesiástico de su hermano, había tenido que irse tan lejos y hacer la renuncia que iba a turbar su ánimo para siempre.

Su Xiel le había advertido ya que se verían abocados a esa vicisitud que sólo corren los que navegan juntos. Abandonó inmediatamente a su hermano, pero cuando ya su Xiel estaba muerto. No le costó en absoluto. Sus sentimientos ya estaban enterrados con aquel su pecado verdadero de haberle abandonado por una ambición ajena. Ni la casa ni el parque que su Xiel tanto había recodaba, le vinieron a dar vida a sus ojos apagados entre tantas cosas perdidas. Ni el amor ni la fidelidad ahora la reconocían.

Cuando en Grado se escuchaba el silbido del tren que se alejaba, y la "Moscona" daba las doce del mediodía. Nadie reparó en más detalles sobre su muerte tan silenciosa. Sólo, pocos días después, se condenó la brutalidad del vecino que mató el gato. ¿Alguien algo sabía? El gato había podido asomarse tras los cristales de la ventana para ofrecer señales doloridas por el diálogo roto. Y cuando se atrevió a salir, fue para su perdición. Sólo tuvo tiempo para sembrar por la quintana todos los papeles de la difunta anciana. Y pronto La Laila pudo contar la historia. Pero nadie la creyó.

El paisaje y el tren tienen una naturaleza común. ¿Qué sería del uno sin el otro? Revela y oculta, es verdad. Pero cuando lo humano en él cuenta, es la mejor experiencia que la vida depara. Siempre está ahí, puntual, todo. Bien a las claras me dice que nunca está garantizado lo que uno es, pero que tampoco nunca está cerrada la posibilidad de irte adelante.

Quien ama a Asturias y no ama su paisaje, su amor no es amor. Pero si sólo ama su verdor, su amor a Asturias no es auténtico. Los paisajes que desde el tren se observan no son ámbitos separados, sino realidad dinámica. No hay paisaje sin espíritu, ni espíritu sin estas experiencias particulares humanas.

No me canso de unirme a él, procurando que la imagen idealizada de mi tierra, como la de todo asturiano, se apoye en una observación cuidadosa.

 

LOS QUE VIAJABAN POCO

En la mayoría de los pequeños pueblos que se pueden ver desde el tren, hay gente para todo. No parece que ningún vecino haya alcanzado la fórmula para paralizar el deterioro, pues ya no está en las manos de cualquiera. Aunque siempre hay alguien que se adelanta, eso sí, queriendo reducir el exacto interés del visitante y para darle una explicación razonable. Sus habitantes, como en todo el mundo, siguen viviendo con unos símbolos e instituciones determinadas, y se someten a ellas ciegamente alegando, de ese modo, de su conciencia sus verdaderos problemas. Al acercarte, verás que aquí es necesaria una subjetividad distinta de la del historiador: una subjetividad que sea la misma de la historia.

En otros tiempos el escenario estaba dibujado de muy distinta manera. Supongo yo que el tren del Vasco aportaba a sus gentes seguridad, comodidad, hasta la idea de un futuro mejor para sus pequeños. Aunque el mundo de éstos era por entonces otro. Los niños viajaban poco. La imaginación, siempre tan viajera, era su vida. Ésta a muchos de ellos no los libraba del hambre, pero sí de la angustia y del absurdo. La imaginación que por la noche soñaba, por el día en el juego se entretenía.

Una tarde todos los niños de la escuela fuimos hasta las orillas del Nalón, y a ver de cerca el paso del tren. Había metido las patatas cocidas sobrantes del mediodía en un trozo de pan. Pero no fue el bocadillo, que debía tragarme a escondidas, lo que vino a amargarme la tarde.

Los diez jugadores éramos los veteranos de la escuela, con once castañas cada uno. Ellas eran: Pili, rubia y ojos verdes; Margot, pelo castaño claro y más gorda que la anterior; Anita, muy buena pero con el nombre y la antipatía de su madre; Marta, rubia pero con muy mala leche;.y Josefina, que quería a Pepín y además tenía los rizos negros. Nosotros. Juanín, el más creído; Alberto, tan moreno que lo llamábamos "Chocolate"; Pepín, del que ya lo dije todo; Tomás, el que más empollaba; y yo.

Ninguna de ellas eligió entre sus preferidos al más rubio. Y mis compañeros lo emparejaron con Anita. Bueno, a veces el juego no tiene pies con cabeza. A esas edades el lenguaje no expresaba pensamientos o ideas, sino sentimientos y afectos. Y muchas veces esto lo venía a desarreglar todo. Con semejante bocadillo y con un tren que aquella tarde tanto se retrasaba, ¿qué podía esperar de juego tan tonto?

Los jóvenes, en cambio, viajaban bastante más. Los aprendices de la fábrica de Trubia, por supuesto, todos los días. Y, cuando en el tren se juntaban, siempre a ciertos acuerdos llegaban. Anita y sus hermanas, de Santa María, eran su fruto más deseado. Pero aquí lo más imposible era el árbol: Sabino, el gaitero, era de lo más respetado. Había en Santa María también otras buenas mozas. Por lo que a mí respeta, no entendía tal emoción por un nombre. En nada me agradaba que a personas tan distintas se las llamara por el mismo nombre. Mi tentación constante era por entonces la de ser mezquino.

Un día todos ellos se casarían. Algunos lo hicieron en Santa María. Y es de fácil comprensión que lo hicieron no para que les fuese permitido el uso de su sexualidad. Primero fue el amor y, sobre esta base, se casaron.

En estos asuntos en el tren era como fuera de él. Pero había cohesión y solidaridad entre los viajeros. No era una comunidad de santos, pero había determinadas leyes de acción y conducta. No sé si en este edén quedan algunas Anitas, pero estoy seguro que al tren aún le parece mal esa dureza del corazón que no siga soñando con Santa María. Y mayor es ahora su intranquilidad tras el accidente en el que perdieron la vida las más bellas jóvenes de Santa María.

Y en el mundo de sus mayores no todo era igual. Había muchas diferencias. Me hubiera gustado ver como viajeras a Inés, Balba, Carmen Solís..., que todas las semanas se andaban a pie kilómetros hasta Grado. Se hubieran merecido ir en primera con Pepe Blanco, Mauro, Antonio, Pire... Pero eran pocas las mujeres que iban en primera, o dar título a la casa, las renombradas eran casi todas de Caces, como Emiliana. Al recordarlas, veo que nunca llego a pensamientos. Ellos llegan a mí. Hemos de considerar a las personas más bien por lo que sufren.

Mi adolescencia se extendía por el sinuoso camino de su recorrer cual dos planos fundados en una separación. Evitaba a las personas que hablaran de mi familia, como a la parte más oscura e indefensa de mí. Por otra parte, mis experiencias subjetivas de tensión se fueron adaptando al atractivo que en mí empezaban a despertar todos aquellos viajeros de tercera. Sin divinizar nada. En el tren no se necesitaba soñar. Él lo comunicaba todo directamente al corazón del viajero.

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