Inviernos de frío espantoso, soledad y encierro. Inviernos de días cortos pero eternamente improductivos. Inviernos de tomar la leche, cenar e ir a dormir. Inviernos de vacaciones. Inviernos de negros, grises y sólo rojos y amarillos en la chimenea de mi casa. Inviernos que esperaba ansiosamente alguna visita casual.
Lo cierto es que la visita de aquél día no era ni casual ni pasajera. Era mi mejor amigo. Iba a venir a las cinco para tomar la leche y jugar a los soldaditos. Cabe destacar que no era cualquier batalla, era la contienda más esperada del mes.
Durante ese período preparé absolutamente todo. Busqué los juguetes, los limpié, los lustré y arreglé los que tenían problemas. Mi capital consistía en un barquillo alemán de veinte centímetros de largo, sesenta soldaditos verdes que se encontraban en tres posiciones diferentes: parados con el fusil entre manos, agachados sin fusil y acostados. Creo que esos estaban durmiendo y aquí se presentaba el primer problema. Veintitrés de mis reclutas estaban descansando; la verdad que no me interesó si era su siesta o dormían de noche, debía solucionar ese terrible problema de manera brillante.
Aclaro que tenía solo ocho años, y mi enseñanza adquirida en ese pequeño período de vida era de solucionar mis propios conflictos. Hoy quizá hubiera dicho: "¡Papa, La mayoría de estos muñequitos vinieron fallados, cómprame más!"
Creo que lo solucioné más que bien. Giré los soldados, y de esa manera parecían que estaban cuerpo a tierra; pero como era de esperar aparecían desagradablemente contorsionados, como si estuviesen bostezando boca a bajo y con las manos en sus genitales. No me interesó eso, ahora tenía más de veinte especializados en terrenos duros, blandos y por supuesto también eran buzos que no tardé en probarlos sobre la bañadera de mis viejos.
También había conseguido armar un avioncito de plástico; recuerdo que tenía en la parte trasera una especie de símbolo o bandera muy extraña; un punto rojo de un centímetro de diámetro.
Por las noches preparaba la estrategia, las posibilidades de ocupación y las municiones que debían ser de papelitos plegados y doblados por la mitad, para poder lanzarlos con gomitas comunes.
Los barcos y aviones podían tener proyectiles armados con fósforos y una cápsula de papel metalizado en su punta. De esta manera al encender el proyectil con otro fósforo, la explosión generada ponía al "cohete" en movimiento. Movimiento rectilíneo, circular y giratorio dentro de los treinta centímetros a la redonda desde el punto de fuego.
Finalmente la tarde caía, eran las cinco y terminaba de colocar el último deforme acostado. Sesenta hombres distribuidos de manera excelente. El barco flotaba sobre la bañera y el avión estaba apoyado de manera amenazadora sobre el inodoro.
La llegada de mi amigo me alegró la vida, pero esa alegría duró hasta el instante que sacó el primer contrincante.
¡Fue impresionante!, oficiales, médicos, enfermeros y camilleros, sargentos primeros y me dijo que también había segundos. Tres cruceros destructores y un pequeño submarino!. Cinco carros de asalto, diez motonetas con sus ruedas de auxilio y finalmente ocho tanquetas con un delicado detalle en dorado sobre las orugas. Pero lo peor de todo, y lo que generó mi reacción, fue una princesa árabe que quería defender con su exagerado ejército imperial.
Mi cara fue la peor. Al observarme, instantáneamente se acercó y comenzó a mostrarme su armamento. Doscientos papelitos perfectamente doblados y treinta fósforos con un capuchón dorado que había sacado de unas cajas de cigarrillos importadas desde el Perú.
Salí corriendo del baño, entre irrespetuosamente a la habitación de mi hermana, estaba exaltado, agitado y confundido porque temía por la vida de mi regimiento. Agarré una muñequita sin color y en tres segundos estaba en el interior del baño nuevamente.
Eso si que fue lo peor que había visto a lo largo de mi existencia. Existían en el lugar aproximadamente veintitrés mil doscientos soldados (en realidad ese era el último número que había aprendido en el colegio) dispuestos de manera tan soberbia que los míos parecían pedir perdón antes de empezar. El dueño de la creación sin temor y de manera agradable pero hiriente sonrió y dijo...
- ¿Qué te parece?
Me quedé sin aire, no sabía qué decir, y es en esas situaciones en donde el primer conjunto de palabras que atraviesa tu materia gris, es largada instantáneamente al exterior. Dije algo tan lamentable que empezamos a jugar inmediatamente:
- ¡ÉSTA! Es la princesa del Perú que será defendida por mis adiestradísimos soldados de clase.
Analizando un poco la frase; lo de la princesa se lo copié a él, el Perú era el lugar en donde hacían esos papelitos dorados y, soldados de clase, eran palabras muy repetidas por mi viejo cuando hablaba acerca del conflicto con Inglaterra. Adiestrados fue lo único mío, era un título de una publicación canina que tenía en mi cómoda.
Y empezó el combate; creo que en sólo diecisiete minutos mis bajas ascendían a cincuenta y dos, el barco flotaba a medias y el avión había sufrido una brutal caída de una altura aproximada de cuarenta centímetros. Los deformes acostados sólo servían para hacer bulto, y encima flotaban estúpidamente por la superficie de toda la bañadera.
Me horroricé cuando uno cayó desde la esquina del sector acuático, sobre el grupo de élite que se encontraba luchando en el piso. Sólo eran tres, pero eran los mejores.
Cincuenta y dos, mas cuatro... "¡Me quedan sólo cuatro sin contar a la princesa!", pensé gritando. El placer de mi amigo era abrumador; solo doce de sus soldados de segunda clase habían fallecido, los otros ocho se encontraban en un hospital transitorio dispuesto estratégicamente en el interior del bidé; encima me acababa de comentar que se recuperaban favorablemente.
Lo que a continuación sucedió fue llamativamente salvador.
Había pasado media hora más de aquellos nefastos y humillantes diecisiete minutos y los proyectiles inundaban todos los rincones del pequeño sanitario, pero como era de esperar las posibilidades de que sus bombas de papel impactaran sobre mi inexistente ejército eran casi nulas. Pasó otra hora más y la situación seguía igual. De repente mi madre ingresó al campo de batalla y dijo:
- ¿Siguen con eso? ¡No puede ser que sigan acá encerrados! Vengan a tomar la merienda, que les preparé unas galletitas de limón.
Y ahí vino lo interesante, mientras seguía explicando la merienda empalmó de manera impecable con otra pregunta.
- ¿Quién ganó?
Ambos nos miramos y sin respirar gritamos al unísono:
- ¡Gané yo!
Autor: Pablo Leguizamón
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