Son gotas finas de rocío, fúlgidas, que se mueven imperceptiblemente. Su viaje es corto. De ahora al pasado. Su vida, ínfima. Aún así y quizá por ello, resplandecen por todo el universo.
Son muy preciadas. Recónditas como ninguna, reposan en las hojas primaverales. Hasta que por fin se dejan deslizar verde abajo y, en el extremo punteagudo, se despiden con pesar hasta más ver. Sabiendo que ya nunca tornarán a donde una mañana gris la lluvia las depositó con ese amor propio de una madre.
Son cientos, millares, miles de millones. Abundan, pero no nos percatamos. Son silenciosas. Llegan, pasan, se van. Y nosotros seguimos igual. En verdad, no seríamos nadie sin ellas. Mas no nos importa. Sobrevivimos y basta.
Son realmente originales. Su número preferido es sesenta. Y aunque en apariencia no existe ningún detalle que las diferencie, cada una tiene su función. De forma competente la desarrollan. Sin prisa pero sin pausa.
Son indispensables. Mueven el mundo. Siembran, cosechan, siegan. Despiertan a las ciudades. Abren y cierran los puertos. Gobiernan a los elementos. El fuego les rinde homenaje. La tierra les ofrece su fruto. El agua es su transporte. Del viento reciben su profundo respeto.
Son ellas, únicas en su especie. Dinámicas y desenfadadas, pero estrictas en cuanto a labor se refiere. Y nosotros, inevitablemente, de ellas dependemos. A unos agobian, a otros hacen reflexionar. A los menos importan. Y a todos nos controlan. Son ellas. Los segundos.